Siempre me gusta empezar mi curso de “Derechos Humanos y Ciudadanía”, que dicto a jóvenes de dieciseis años, con un viejo cuento alemán. Una historia verídica que tiene como protagonista a ese exponente del despotismo ilustrado del siglo XVIII, que fue Federico II de Prusia. El emperador Federico tenía un palacio en las afueras de Berlín donde gustaba descansar. Era un lugar rodeado de hermosos jardines y bosques, que invitaban a gozar de una profunda tranquilidad. Pero, al lado del palacio, había un viejo molino harinero. Cada vez que soplaba el viento , las aspas comenzaban a girar moliendo el grano que se transformaría en fina y blanca harina. Ese ruido insoportable perjudicaba el descanso del gobernante.
Finalmente Federico se acercó al molinero y , conciente de que uno de los dos debía retirarse del lugar, le ofreció comprar el molino. El rústico campesino alemán le dijo que no era posible, ya que no estaba en venta.El emperador insistió y ofreció muy jugosas sumas, las que el humilde molinero rechazó una y otra vez, alegando que el molino había sido de su padre y quería dejárselo a su hijo. Ese hombre de la tierra amaba su tradición, su familia, su trabajo, su Patria. Era insobornable. Federico ya no actuó con la misma paz sino que reaccionó con soberbia expresándole al molinero que mandaría a traer peritos que tasaran el molino, se lo pagaría de acuerdo al precio que ellos estimaban y lo arrancaría del lugar.
El molinero se sonrió y le expresó : “Eso podría hacerlo usted si no hubiera jueces en Berlín”. Ante esta respuesta Federico cambió su enojo por satisfacción. Ese hombre del ámbito rural confiaba en que los jueces no permitirían dicho atropello. También confiaba en que el emperador acataría la decisión judicial. En definitiva, confiaba en las instituciones de su país.
La Argentina comenzó en 1983 un proceso de restauración democrática, de puesta en marcha de sus instituciones. Dicha tarea le tocó a la gestión del Dr. Alfonsín quien tuvo éxito en la misma, más allá de los reveses de la economía. En los años noventa, ya alejado el peligro de la insurrección militar y de la hiperinflación, el presidente Menem desarrolló una política de concentración del poder en el Ejecutivo, lo cual significó un retroceso en la calidad democrática, más allá de que fue absolutamente respetuoso de la libertad de expresión. Al deterioro de la calidad institucional se sumó la exclusión social como fruto de muchas de las políticas implementadas. Dicha tendencia hegemónica se repitió en la primera década del siglo XXI, que estamos viviendo. El deterioro de las instituciones, la falta de funcionamiento adecuado del parlamento, las Cortes supremas adictas, las delegaciones de atribuciones legislativas y superpoderes, la inseguridad jurídica en todos sus aspectos, el debilitamiento y desprestigio de los partidos políticos, son parte de un grave y complejo círculo vicioso que es necesario revertir.
La Democracia tuvo en un cuarto de siglo logros maravillosos, temas pendientes y retrocesos en temas encaminados. Como plantea ese brillante pensador llamado Osvaldo Iazzetta: “Nuestros principales retos son sociales e institucionales: cómo compatibilizamos la vigencia de la democracia con un modelo social incluyente y cómo extendemos la democratización más allá del régimen político y del momento electoral”.
Los problemas de la Democracia se solucionan con más Democracia, en donde existan autoridad y reglas claras. Es importante que el ciudadano argentino “se plante” y exija el respeto de la ley (y que también la respete, claro). Será maravilloso ver , y estará mostrando la existencia de una nueva y gloriosa nación, el día que ese ciudadano confíe, cual el más rústico molinero alemán, en las instituciones de su país.
HUGO TURRINI
abogado (UBA)-docente
Columnista en: Mirador Nacional, Diario Política, Conexión 13, Política y Desarrollo, Diario 7
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